Dirigir empresas se ha vuelto muy complejo. Casi tanto como ser político. Nos tironean para salvar el planeta, promover la diversidad y luchar contra la desigualdad, mientras al mismo tiempo debemos mejorar los resultados y hacer crecer nuestras compañías.
Algunos inversionistas han comenzado a exigir planes ambientales mientras otros piden mayores dividendos. Ciertos empleados han exigido que sus empresas se pronuncien en temas complejos como las políticas de género, raciales o incluso sobre el conflicto árabe israelí, mientras otros, sindicatos incluidos, piden mejoras a las condiciones laborales o teletrabajo. Los consumidores han comenzado a demandar productos locales y con menor huella ambiental pero también presionan por reducciones de precios dadas las alzas del costo de vida. Tensiones como éstas abundan en el mundo de la empresa.
Pareciera haber una profunda confusión, frente a la cual algunos han propuesto definir un propósito. Una idea interesante, sin embargo, en este ahínco varios han sido capturados por lo políticamente correcto, intentando ser los superhéroes de la película o al menos evitar parecer el villano de turno.
Algunos se han aventurado a diferenciar a las empresas entre buenas y malas, verdes y sucias. Europa estableció una taxonomía de actividades para guiar los capitales hacia actividades empresariales alineados con sus objetivos ambientales, pero casi inmediatamente tuvo que comenzar a corregirla —por ejemplo, recategorizando la generación de energía nuclear y de gas natural como verdes— por las contradicciones que comenzaron a aparecer. Resulta casi imposible hacerse cargo de la complejidad de nuestra matriz económica. Si clasificásemos a la minería como una actividad sucia, difícilmente contaremos con los materiales necesarios para la transición energética.
Otros se han dedicado a reportar los más de 1.500 indicadores ESG, de medioambiente, sociales y de gobernanza. Sin embargo, después de un exuberante auge, estas métricas han pasado al patíbulo pues poco tendrían que ver con la verdadera sostenibilidad. Es más, el puñado de agencias que publica estos indicadores han sido cuestionadas por los conflictos de interés que suponen sus servicios de consultoría para subir en los rankings. Cuando grandes tabacaleras aparecieron como campeones del ESG, relegando a Tesla muy atrás en la lista, Elon Musk, quien gatilló la carrera por el auto eléctrico, tildó de diabólicos a estos indicadores. Luego, los administradores de capitales tendrían sus propios conflictos de interés al cobrar mayores comisiones por la administración de fondos sostenibles.
Pareciera que estos indicadores son meros placebo para que el mundo empresarial se sienta salvando al mundo, en una dinámica en donde cada intermediario saca su tajada. En este entuerto, el escándalo de DWS, brazo de inversiones de Deutsche Bank, ha sido icónico. Su CEO terminó despedido tras una redada que demostró que sus declaraciones de fondos sustentables no eran tales: “El ESG esta en el corazón de todo lo que hacemos”, pronunció Asoka Woehrmann tan solo meses antes de ser despedido por su farsa.
Esta confusión es muy preocupante pues la sostenibilidad empresarial es fundamental. Sin sostenibilidad no hay progreso. Paradójicamente, no tomarla en serio y optar irreflexivamente por lo políticamente correcto puede terminar erosionando la legitimidad social perentoria para el mundo empresarial. Bien lo sabe Emmanuel Faber, exCEO de Danone, comisionado por el presidente Macron para una Coalición para luchar contra la desigualdad de oportunidades, de territorios y de género y quien lanzó una agrupación por el clima y la biodiversidad. Su excesiva focalización en temas de justicia social y emisiones por dólar de venta, lo llevaron a descuidar la gestión del negocio. Terminó despedido por los magros resultados.
Las empresas son entidades frágiles que pueden decaer y desaparecer. Ahí justamente reside la fortaleza del sistema empresarial. En la competencia, quienes mejor solucionan los problemas de la gente sobreviven. Incluso General Electric, la “empresa del siglo”, se esta rompiendo en tres empresas por sus endémicos problemas, tras haber estado cerca de desaparecer.
La verdadera sostenibilidad depende de servir de la mejor manera a las personas. Y buenos resultados financieros en el largo plazo es la mejor señal de que sus consumidores valoran sus productos o servicios más de lo que a la empresa le cuesta producirlos, que otorga un buen empleo a sus trabajadores, convive correctamente con sus vecinos y, últimamente, crea valor para una sociedad pidiendo liderazgos que ayuden a solucionar los problemas que nos aquejan.
Serán las compañías que sepan definirse un propósito real, alejado de consigas políticamente correctas y de campañas de marketing, las que mejor posicionadas estarán para crecer y enfrentar el futuro. Ese propósito dice relación con los problemas que soluciona para las personas, aquel que justifica su existencia, el objeto por el cual organiza su capital y personas. Tales propósitos no tienen que ser rimbombantes, ni sonar a lemas de la Naciones Unidas, pues trabajar duro para servir a nuestros cofrades humanos es profundamente bueno moralmente.
Los invito a leer DESpropósito, un libro que intenta responder cuál es el verdadero rol de la empresa en la sociedad y, más importante aún, a quien le corresponde decidirlo.
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